Del libro “Conectados a la vida”. Editorial Avant
Evolucionar consiste en adaptarse y responder con flexibilidad y cierta rapidez a los cambios; incluso anticiparse a posibles acontecimientos futuros similares a partir de lo aprendido. A eso se le suele llamar ahora resiliencia. Porque la rigidez y resistencia entorpecen el fluir natural de la vida. Cuando nuestra mente es flexible, todos los órganos y sistemas de nuestro cuerpo también lo son.
La flexibilidad y la rigidez dependen, claro, de la imagen del mundo que hemos construido en nuestro imaginario. La pregunta que se plantea entonces es: ¿cómo se ha construido esa imagen y cómo nos condiciona en nuestra vida cotidiana? La respuesta no es fácil, ya que existen distintas teorías que lo intentan explicar, desde la más estrictamente bioquímicas y psicobiológicas a las que se abren a otros aspectos del ser como la conciencia.
En general, todos los seres humanos compartimos ciertas reacciones primarias similares frente a las vivencias que experimentamos; es lógico si tenemos en cuenta que compartimos la misma biología. Pero que podamos desencadenar esas reacciones no significa que solo esta información condicione nuestro comportamiento. Si fuera así, las reacciones siempre serían las mismas en todo momento, ya que funcionaríamos como autómatas (en realidad, algo sí lo somos).
La información inconsciente, entonces, ¿qué papel juega? Las ideas preconcebidas y los prejuicios sobre el mundo que vamos absorbiendo desde nuestra infancia, ¿nos influyen? La respuesta parece fácil. Cada ser humano arrastramos un baúl de creencias que no solemos cuestionarnos, las cuales se ven reforzadas a lo largo del tiempo porque las experiencias que vivimos parecen darles la razón y afirmarlas (no nos damos cuenta de que acabamos actuando de acuerdo con un programa mental, y que acabamos creando la realidad que deseamos ver o que creemos que es). El inconsciente al final nos acaba gobernando, porque la mente y la psique pasan a ser una marioneta en sus manos.
Si percibimos este mundo como hostil porque nuestras creencias así nos lo dicen, nuestras respuestas serán generalmente a la defensiva y cualquier cambio será visto como perjudicial o negativo. Si lo percibimos como amigable, como un lugar donde disfrutar de la existencia —con sus altibajos claro— la respuesta será más fluida y relajada, y el cambio nos parecerá algo positivo o nos aportará nuevas experiencias con las que crecer. Y entre esos dos extremos, toda una extensa gama de opciones y posibilidades.
De algún modo, todos vivimos en un mundo de fantasía personal, en el sentido de que el mismo hecho externo puede desencadenar reacciones muy distintas según cada persona; incluso que nos lleve a definirlo también de manera diferente. Es la «película» de cada uno, por decirlo así, elaborada a base de construir la realidad a partir de retazos de ideas, creencias, vivencias, prejuicios… Lo fascinante de todo ello es que, observando la realidad desde posiciones a veces muy alejadas, podamos compartirla con otros y llegar a ciertas conclusiones de consenso. Eso se debe a que existe también un conjunto de creencias colectivas que nos acaban haciendo creer que existe una única realidad; luego, la lógica de la razón se ve reforzada por ello y lo afirma todavía con más vehemencia.
Pero decir con rotundidad que las cosas son como son, y no hay discusión posible, es una trampa mental para justificar que nuestro punto de vista —individual y/o colectivo— es el objetivo y no existen otros posibles. Lo cierto es que solo es el fruto de las memorias acumuladas durante nuestra vida e, incluso, más allá en el tiempo (ya hablaremos del sistema familiar y los ancestros). Las cosas son, en definitiva, como las percibimos. El zen afirma que las percepciones de nuestra mente son las que crean nuestras experiencias; es decir, podemos crear una experiencia diferente cambiando y eligiendo en qué enfocamos.