Contamíname, mézclate conmigo… dice la canción

Tu, que me estás leyendo, no eres una potencial fuente de contagio para mí ante la que poner distancia. No eres un depósito de virus y bacterias del que alejarme por si me contaminas. Eres, como todo ser humano, un extraordinario universo molecular, celular, orgánico… y también energético, emocional, mental, espiritual, una consciencia, un alma… Con virus y bacterias, sí, a billones, como yo. Pero eso es así porque formamos parte de un ecosistema global repleto de vida: la Tierra. Es inevitable.

Eres un ser del que enriquecerme porque eres únic@, como tod@s. Un ser al que dar la mano sin temor porque el contacto contribuye a fortalecer todavía más nuestro sistema inmunológico, si ambos lo hacemos desde la confianza. Alguien dirá que esto es irresponsable, pero cuando te han hecho creer que el contacto es una irresponsabilidad es cuando se demuestra que el mundo ha dado un vuelco hacia el absurdo. No podemos contaminarnos porque ya lo estamos.

La vida es “contaminación”. De fragmentos genéticos y celulares, de restos de piel; de microorganismos sin los cuales no podríamos vivir y tienen su razón de existir; de ideas y pensamientos nuevos; de experiencias y distintas formar de ver la vida… Alejarnos los unos de los otros no nos protege más ni nos hace más inmunes frente a cualquier tipo de contagio. Al contrario. El sistema inmunitario se construye y fortalece desde niñ@ a partir del contacto con todo lo externo, del reconocimiento que éste es sólo una prolongación de nuestro interior. El niño se arrastra por el suelo y las plantas, come tierra, prueba, experimenta… Un niño en un entorno aséptico es probable que desarrolle intolerancias y alergias de mayor, porque ha sido alejado tanto del entorno que éste se acaba percibiendo realmente como hostil y el organismo se cierra a él.Y cerrarse al exterior es renunciar a vivir, a tener una sensación de seguridad ficticia, a perder libertad. Lavarnos las manos hasta la saciedad, ponernos desinfectante cada cinco minutos en la piel…, además de reducir la capacidad protectora de la epidermis (que contradicción, ¿verdad?) nos hace creer falsamente que estamos a salvo de lo que sea que esté al acecho. Y si en un momento dado una infección invade nuestro organismo, si prolifera un determinado microorganismo “patógeno”, observemos a fondo qué nos irrita de lo que nos rodea, de lo que vivimos y sentimos, porque una vez más ahí está la clave de qué creencias, hábitos y pensamientos rigen nuestra vida y cómo la condicionan hasta ese extremo.

Claro que hay que aplicar medidas de prevención cuando corresponde. Sería ridículo negar la evidencia. Un sistema inmune deprimido es fuente de problemas de salud. Pero de la prevención razonada y razonable al miedo compulsivo, a la imposición de medidas exageradas (alguien dirá que nunca son suficientes por un bien mayor), a la hipocondría individual y colectiva, a veces hay un solo paso. Y la desconfianza lo hace cada vez más corto.

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