Cuando la tolerancia es sólo condescendencia

La tolerancia es sinónimo de respeto para con las ideas, actitudes y comportamientos del prójimo, del mismo modo que la exigimos para con nosotros.

Tolerar al otro no significa permitir que se sobrepasen ciertos límites hacia nuestra persona, claro está, pero tampoco ser tan susceptibles que cualquier movimiento del otro desencadene una turbulencia en nuestro interior, que suele derivar en enfados o iras. Si eso ocurre será que nos está haciendo de espejo frente al cual observar, sin juicios de valor, algo que tenemos pendiente.

Pero lo difícil es discernir la diferencia entre tolerancia y condescendencia. Tolerar es admitir que el otro tiene una visión distinta de las cosas, pero que ésta puede ser tan correcta como la nuestra, aunque sea diametralmente opuesta. Tolerar nos permite pensar en ello e, incluso, incorporar su perspectiva si finalmente comprendemos que existía algún prejuicio en nuestra manera de ver las cosas. La tolerancia exige, por tanto, flexibilidad con nosotros mismos.

La condescendencia, en cambio, acepta que el otro piense distinto porque sabemos que, tarde o temprano, caerá en la cuenta de que está equivocado o que aprenderá la lección y adoptará nuestra visión del mundo, la correcta. No nos lleva a reflexión alguna, sino a enrocarnos en lo que creemos. La condescendencia es una rigidez disfrazada tramposamente de buenismo. ¿Cuántas veces podemos creernos tolerantes cuando simplemente estamos siendo condescendientes? Las ortodoxias religiosas o las políticas, incluso determinadas ideas científicas, son el mejor ejemplo de esta condescendencia arrogante.

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