Un águila que sobrevuela un lago, planeando casi sin esfuerzo con la elegancia propia de las rapaces, desciende en pocos segundos hasta la superficie del agua y con sus garras atrapa un pez, para luego volver a las alturas. Su extraordinario dominio del espacio y las distancias, y la sincronicidad milimétrica de sus movimientos, quedan reflejados en una escena de unos pocos segundos que deja maravillado a cualquiera.
Si pudiéramos preguntarle al águila, sin embargo, ésta no le daría importancia al hecho. Forma parte de su propósito de vida -del propósito de su especie- y está destinada a ello. Ni siquiera se plantea que no pueda llevar a cabo tal proeza, cuando además su supervivencia depende de ella. Que algunas veces no alcance su objetivo a la primera, tampoco es problema, porque lo seguirá intentando hasta conseguirlo. Simplemente lo lleva a cabo, sin desánimo y sin esperar reconocimiento alguno.
Se podrá decir que es porque aplica simplemente programas automáticos instintivos en los que no interviene la mente racional, y quizás sea así, en efecto.
En todo caso, parece una suerte que no disponga de eso que llamamos mente racional a los niveles humanos ya que, a pesar de sus grandes ventajas, en nuestro caso suele eclipsar nuestro potencial intuitivo, una versión evolucionada del instintivo, por decirlo de forma simple.
Y al eclipsarlo, entorpece también la posibilidad de desarrollar al máximo los talentos y habilidades de los que disponemos; o, dicho de otro modo, de llevar a cabo plenamente nuestro propósito de vida. Se podrá decir también que no existe tal propósito -porque sería aceptar de algún modo la predestinación-, y que nuestra historia se explica simplemente por la suma de una serie de factores y circunstancias fruto del azar. Quizás. Aunque, las más de las veces, ni siquiera se plantea que exista algo parecido a un propósito, y que su manifestación nos pueda llevar a un estado de mayor plenitud y bienestar.
Porque lo cierto es que, de un modo similar a las especies animales -que despojamos de consciencia-, pero sin ser conscientes de ello, también acabamos aplicando automatismos, procedentes en este caso de un baúl inconsciente que acumula ideas preconcebidas, fidelidades, patrones de comportamiento y expectativas ajenas, grabadas desde las etapas iniciales de la vida -incluso desde la gestación. La razón entonces, lejos de ser el centro pensante organizador, es un ejecutor que vive en la ilusión de creer que decide con plena libertad.
Por ello, cuando la persona es capaz de desprenderse de creencias limitantes y darse cuenta de que existe algo parecido a ese propósito, puede orientar la proa de su acción en dirección a hacerlo realidad, volviéndose el águila que ejecuta sus movimientos con naturalidad y precisión, y sin tener que realizar grandes esfuerzos. Todo se vuelve mucho más fácil y se progresa hacia ese bienestar profundo que tanto se anhela como objetivo de vida, más allá del material.
Decía Einstein que “La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional es un sirviente leal. Pero hemos creado una sociedad que honra al sirviente y se olvida del regalo”. Por ello, le solemos dar más valor a lo que creemos que a lo que sentimos, sin saber que lo que creemos tiene más que ver con lo que pensamos que se espera de nosotros y con la imitación de patrones heredados, mientras que lo que sentimos se acerca más al propósito real.
La abeja, como ejemplo final, también vuela siguiendo su propósito. En este caso, desconociendo afortunadamente las leyes de la física, porque un principio aerodinámico dice que la amplitud de sus alas es demasiado pequeña para conservar en vuelo su enorme cuerpo.
¿No será, pues, que nuestra razón, en lo que se refiere a seguir nuestro propósito de vida, no es un más que un lastre que nos hace creer que ya tan siquiera tenemos alas?
Porque lo cierto es que, de un modo similar a las especies animales -que despojamos de consciencia-, pero sin ser conscientes de ello, también acabamos aplicando automatismos, procedentes en este caso de un baúl inconsciente que acumula ideas preconcebidas, fidelidades, patrones de comportamiento y expectativas ajenas, grabadas desde las etapas iniciales de la vida -incluso desde la gestación. La razón entonces, lejos de ser el centro pensante organizador, es un ejecutor que vive en la ilusión de creer que decide con plena libertad.
Por ello, cuando la persona es capaz de desprenderse de creencias limitantes y darse cuenta de que existe algo parecido a ese propósito, puede orientar la proa de su acción en dirección a hacerlo realidad, volviéndose el águila que ejecuta sus movimientos con naturalidad y precisión, y sin tener que realizar grandes esfuerzos. Todo se vuelve mucho más fácil y se progresa hacia ese bienestar profundo que tanto se anhela como objetivo de vida, más allá del material.
Decía Einstein que “La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional es un sirviente leal. Pero hemos creado una sociedad que honra al sirviente y se olvida del regalo”. Por ello, le solemos dar más valor a lo que creemos que a lo que sentimos, sin saber que lo que creemos tiene más que ver con lo que pensamos que se espera de nosotros y con la imitación de patrones heredados, mientras que lo que sentimos se acerca más al propósito real.
La abeja, como ejemplo final, también vuela siguiendo su propósito. En este caso, desconociendo afortunadamente las leyes de la física, porque un principio aerodinámico dice que la amplitud de sus alas es demasiado pequeña para conservar en vuelo su enorme cuerpo.
¿No será, pues, que nuestra razón, en lo que se refiere a seguir nuestro propósito de vida, no es un más que un lastre que nos hace creer que ya tan siquiera tenemos alas?
2024-07-03