Déjese domesticar, sabemos lo que le conviene…

A la hora de ser domesticados, existe poca diferencia entre determinadas especies de animales y los humanos. Asumir esto es un buen ejercicio para el ego. Sólo hace falta generar cierto miedo, y bajamos la cabeza con rapidez para adaptarnos a lo que sea y convertirnos en el perro de Paulov. En eso se ha basado desde siempre el ejercicio del poder, incluso, sobre todo, en aparentes democracias.

Hoy en día, además, el conocimiento profundo que se tiene del comportamiento humano y los métodos eficaces para actuar sobre los instintos más primarios -sólo hacer falta analizar las técnicas de márqueting y publicidad más actuales-, permite llevar a la persona a estados muy alejados de su esencia y consciencia para instalarla en la obediencia. Nos convertimos así en la mascota de quien sabe ejercer ese poder, ya sea mediante crisis económicas, mediante supuestos riesgos para la seguridad colectiva o mediante pandemias sobre cuyo origen y proliferación habría mucho de que hablar.

De este modo, aceptamos que las calles se llenen de cámaras de vigilancia que reconocen ya hasta los más mínimos rasgos del rostro, que beneficios sociales ganados con el esfuerzo de las generaciones que nos precedieron se pierdan para superar crisis económicas creadas por vete a saber quién, o hasta a andar con mascarillas por espacios abiertos sin pararnos a pensar en su nula utilidad o en los perjuicios para nuestra salud, al contrario de lo que se esgrime.

Sólo hace falta que el miedo se apodere mínimamente de nosotros para que la capacidad de razón se pierda y nos convirtamos en autómatas sin pensamiento crítico, simplemente porque la autoridad ha decidido que eso es lo mejor para el supuesto bien colectivo; que, por cierto, suele significar habitualmente el bien de unos pocos. Porque una cuestión clave a plantearse en cualquier situación de crisis como la que vivimos es por qué ocurre o a quién benefician en realidad las medidas que se toman. Siempre hay y han habido intereses y objetivos escondidos bajo las apariencias. No es necesario tener tendencias conspiranoicas para reconocer ciertas evidencias. Como decía aquel: “que uno sea paranoico, no quiere decir que no lo persigan.”

La intoxicación comunicativa, las dificultades para acceder a distintas fuentes de información, la pereza de hacerlo porque exige la voluntad de no dejarse manipular, o la simple inexistencia de una verdad absoluta en la que refugiarse, pide tomar cierta distancia para no caer en la domesticación de los unos, de los otros o de los de más allá. Por ello, y puestos a escoger ser algún animal, quizás mejor emular a los gatos y su capacidad de enfrentarse a la vida desde cierta displicencia, dejando creer que están domesticados cuando en realidad son ellos los que tienen al amo bajo control.

Ser el gato del maravilloso Perich, por ejemplo.

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