Nos sentamos en la posición del loto (con esfuerzo y algún que otro malestar articular, a veces), dibujamos un mudra con los dedos, entornamos los ojos y sonreímos de forma casi imperceptible como el Buda pintada en las estupas, y esperamos. Encendemos velas, incienso; golpeamos un cuenco de metal o cuarzo ignorantes de cómo nos afecta esa determinada frecuencia vibratoria que se produce. Y esperamos. Y volvemos a esperar. Esperamos a que nos llegue la iluminación de buenas a primeras, sin saber tampoco bien de qué se trata eso de estar iluminado.
Porque si realmente fuéramos del todo conscientes de lo que significa, quizás tampoco lo querríamos; suele traer consecuencias dolorosas en una primera etapa. O pediríamos un despertar selectivo. Una iluminación a la carta, con una lista de cambios que nos parecen aceptables mientras que otros los descartaríamos, porque implicarían liberar esos perros que ladran en nuestro sótano, como decía Nietzsche.
Los primeros pasos, afortunadamente, pueden estar a la vuelta de la esquina, y no hace falta poner en práctica ninguna liturgia. De este modo, puede estar en lo alto de la montaña mientras leemos a Osho, en un ashram hindú o en un retiro espiritual rodeados de un paisaje idílico; pero también en una calle ruidosa del centro de la ciudad, durante nuestra jornada laboral, frente al televisor, cayendo de un caballo (como dicen de San Pablo) o en el último instante de la vida. Porque llega cuando llega, y las más de las veces sin pedirlo. Por eso, podemos también decidir no darle una oportunidad si intuimos que nos hará añicos lo que hemos construido desde unas determinadas creencias que nos satisfacen, sin saber que siempre acaba volviendo envuelto en otro disfraz hasta que le hacemos caso.
Por ello, no hay que desmerecer ningún momento, experiencia o lugar. Cualquiera puede ser la puerta de entrada a ese cambio transformador, por sutil que sea, que transmute nuestra perspectiva de la vida y nos libere de ideas limitantes que entorpecen nuestra evolución.
Lo mejor de todo ello, pues, es que el despertar no se planifica, no exige un determinado número de horas de meditación, no pide haber transitado por según que vías de penitencia o aprendizaje. Llega cuando llega. Cierto es que quien trabaja en sí mismo y en su autoconocimiento, quien se caza constantemente para erosionar aquello que lo atrapa en bucles de repetición, quien se responsabiliza de sí mismo en lugar de culpar eternamente al otro, se acerca más a ese iluminar de definición tan compleja.
La circunstancia más inesperada, el hecho más inverosímil, puede llevarnos a cualquiera de nosotros a un estadio de mayor conciencia en una sola fracción de segundo. Eso es lo extraordinario de la existencia.
Lo deseable es que el despertar nos encuentre trabajando en nosotros mismos, en lugar de despistados. Porque a lo mejor ocurre sin que estemos presentes (en el aquí y el ahora, quiero decir), y perdemos esa gran oportunidad de transformación.
2024-07-15