Cada individuo, cada sistema familiar, cada sociedad tiene sus principios y valores. Algunos parecen universales, mientras que otros son simplemente locales y coyunturales. Unas personas pensarán que tener unos determinados valores sólidos contribuyen a que la comunidad se sienta más segura y sea más fácil la convivencia; otras que son corsés que no permiten abrir la experiencia al sinfín de posibilidades de la realidad.
En todo caso, los principios suelen ser frágiles porque son el producto de una mente racional que siempre divide (entre bueno y malo, por ejemplo), y no de la naturaleza intrínseca de las cosas. Por ello, cuando vemos peligrar algo sobre lo que hemos construido nuestra zona de confort (siempre ficticia, por cierto), emerge un instinto que no entiende de filosofía y nos los saltamos a una velocidad de vértigo. Luego justificamos el acto por motivos de supervivencia o por el bien común.
Otras veces, los cambiamos porque nos conviene y buscamos después la lógica de nuestro cambio para sentirnos en paz con nosotros mismos, si es que nos preocupa vivir en un mínimo de coherencia. Otras, los cambiamos simplemente porque evolucionamos, porque llegamos a un mayor nivel de comprensión del comportamiento humano, y vemos que son un legado sociocultural o familiar repleto de creencias limitantes la mayoría de las veces.
Quizás el principio fundamental que, a mi parecer, debería ser universal sería el de respetar al prójimo como a uno mismo, sea cual sea el ser vivo del que se trate, no sólo humano. El problema aparece, sin embargo, cuando uno se maltrata de las más diversas maneras (a veces tan sutiles que pasan desapercibidas), por lo que el otro pasa a ser el blanco de aquellas cosas no resueltas que han acabado convertidas en desilusiones profundas.