Las palabras (III). El gran recurso terapéutico

Nunca antes como ahora habíamos tenido a nuestro alcance una diversidad de técnicas y recursos terapéuticos tan amplia. Todo está sujeto a evolución, claro, y lo lógico será que se avance hacia una mayor integración y un enfoque todavía más holístico que el actual, pero a día de hoy tenemos la capacidad de actuar desde lo estrictamente fisicoquímico hasta lo espiritual, pasando por lo emocional, lo energético, lo mental…, incluso lo kármico?

En todo ello, la técnica es fundamental, por supuesto. Y en algunos casos no hace falta decir nada y sólo aplicar la más adecuada. Sin embargo, no hay que olvidar que las palabras son siempre uno de los recursos fundamentales para orientar en la sanación de quien acude buscando ayuda terapéutica.

Pero para utilizar las más adecuadas en cada momento (al margen de la habilidad y sensibilidad de cada profesional) es necesario abandonar algunas de las que conforman el lenguaje habitual, ya que conectan con la mente desde el rechazo, la negatividad, la desintegración, la agresividad… Es por ello que, cuando el lenguaje está intoxicado de conceptos contrarios al propio acto terapéutico, también lo acaban estando el enfoque y las técnicas que se aplican, por muy prácticas y científicas que éstas puedan ser.

Cuando prefijos como “anti-“ (antibiótico, antinflamatorio, antitérmico…), e ideas como “lucha contra…” (pónganle el nombre de la patología que quieran) son la brújula que orienta la acción terapéutica, fruto de una especie de arquetipo masculino destructor que no concibe la posibilidad de cooperar con los síntomas para comprender la información que subyace en éstos, el lenguaje deja de ser un aliado para convertirse en fuente de dolor.
Porque esa lucha no lleva a ninguna parte. Eliminar sólo el síntoma (siempre simbólico, además de físico) es aplazar el proceso de sanación/transformación que tarde o temprano se tendrá que llevar a cabo (si no se muere antes), con la pérdida de tiempo y los efectos secundarios que ello acarreará
.

Es obligar al organismo a gritar cada vez más fuerte para que se comprenda el conflicto de fondo. Por ello, las recidivas (o recaídas) de determinadas patologías suelen ser siempre más virulentas que la expresión inicial. Porque no escuchamos.

Nada es casualidad y todo tiene su sentido en cómo se expresa el cuerpo humano. Ha tenido millones de años para ir perfeccionándose en su adaptación a la vida y al entorno, desde las primeras células. Así, recurrir al azar genético o a la mala suerte a la hora de buscar la explicación a un determinado cuadro sintomatológico, por ejemplo, sólo hace que demostrar las flaquezas de un racionalismo reduccionista que se queda fijado en el dedo cuando le señalan la luna y el maravilloso cielo estrellado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *