Nuestra mente hierve de pensamientos. En un sentido metafórico, claro, pero lo cierto es que el cerebro consume alrededor de una cuarta parte de la energía total del organismo -a pesar de que solo representa el 2% del peso corporal-, y una parte importante de esa energía se la lleva la actividad mental, incluso hasta la sobrecarga y el estrés.
Se dice que cada día pasan por nuestra cabeza unos 60.000 pensamientos, la mayoría de ellos repetitivos y que no llevan a ninguna parte, más allá de a bucles adictivos. Son el resultado de procesos electroquímicos complejos que suponen la activación de distintas zonas neuronales, aunque eso no equivale necesariamente a un proceso racional de reflexión. Los pensamientos surgen casi sin darnos cuenta, muchas veces como resultado de reacciones reflejas a condicionamientos exteriores, por lo que su diversidad tiene un espectro limitado a pesar de ser una cifra tan elevada.
Si no cambiamos nuestro paradigma o nos forzamos a observar distinto -lo cual, no es nada fácil porque los hábitos son más rápidos que las respuestas intelectuales-, el resultado suele ser siempre el mismo. Esto lo conoce bien el márquetin, la publicidad y, por supuesto, la ingeniería social. Sabe de esos patrones y hábitos de comportamiento que nos hacen reaccionar de forma automática, anulando la acción del lóbulo frontal y desencadenando el mismo tipo de emociones, también adictivas.
Tanto individual como colectivamente respondemos a patrones injertados en el inconsciente, generación tras generación, y que se replican durante nuestros primeros años de vida sin que varíen demasiado. Si la generación anterior no ha reflexionado sobre las creencias que han condicionado su visión del mundo hasta impedirle actuar con el mayor número de grados de libertad posible, la siguiente seguirá viendo igual las cosas, aunque en un escenario distinto. Es decir, pensará a través de las mentes que la han precedido hasta ser más una copia que un original.
Por ello, la educación -en general, no solo la que se realiza en la escuela- tiene mucho de adoctrinamiento, como señala el filósofo, lingüista y activista social Noam Chomsky. “Si tuviéramos un auténtico sistema de educación, se impartirían clases de autodefensa intelectual; el propósito de la educación ha de ser mostrar a la gente cómo pensar por sí misma”, apunta también.
Cuando la comunicación no se plantea esta cuestión -la de sobre qué creencias, y no ideas, diseña sus estrategias- continúa alimentando este modelo casi autoreplicante. La comunicación ha de aportar argumentos que inviten a la reflexión, incluso aunque lo que se comunique sea, en apariencia, un conocimiento incuestionable. Porque ese conocimiento puede ser fruto todavía de un paradigma antiguo que nos resistimos a superar -por distintos motivos de los que se podría hablar extensamente-, y no de un proceso creativo que imagine otras de las muchas posibilidades a nuestro alcance; dicho en términos de física cuántica: que nos permita una realidad distinta.
2024-07-30