Un reflejo de la neurosis colectiva de la sociedad en la que vivimos, como decía el añorado psiquiatra-filósofo chileno Claudio Naranjo, es cómo tratamos a l@s niñ@s. Al margen de que existan desde hace décadas movimientos pedagógicos con enfoques muy avanzados (yo mismo tuve la suerte de ser educado en una escuela Montessori de un barrio obrero), lo cierto es que la educación se basa fundamentalmente en tenerl@s encerrados durante horas en aulas ante maestr@s con grados de libertad restringidos por programas institucionales que aburren hasta las ovejas, liberándolos de vez en cuando al patio para que gestionen como puedan sus maravillosas energías explosivas.

Llevamos décadas preparando entes productivos del engranaje socioeconómico liberal, más que individuos con espíritu crítico que sean capaces de gritar ideas propias que contradigan lo establecido (disculpen la generalización, siempre algo inoportuna, porque en todo el mundo existen profesionales del ámbito psicopedagógico que se esfuerzan en plantear propuestas constructivas para romper esa dinámica).

Ahora vamos un paso más allá, alimentando la neurosis hasta grados quasipsicóticos, y obligamos a los niñ@s a estar encerrados en clase con mascarilla, y hasta a jugar y hacer deporte tapados con un trapo que lo único que consigue es complicarles la respiración y el intercambio de gases, con una utilidad más que dudosa a la hora de protegerlos de algo parecido a un microorganismo vírico. Pero ningún responsable político, ninguna autoridad educativa, ningún director de escuela, ningún profesor… quiere que en su ámbito territorial ocurra nada que pueda ser titulado de negligencia y da una vuelta de tuerca más a la hora de plantear, hasta el surrealismo, medidas restrictivas. Teatro de lo absurdo. Una carga psicoemocional individual y colectiva difícil de gestionar que nos traerá consecuencias imprevisibles en los próximos años, sin duda.

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