El sistema inmunitario no está en lucha permanente con el “exterior”. Está en un proceso de adaptación continua. Convive con él para mantener un equilibrio dinámico. Porque el entorno cambia a cada momento, aunque a nuestra mente no se lo parezca (o no lo quiera ver). Dentro y fuera de nosotros son conceptos fruto de la ilusión del ego, y ahí es donde triunfa una visión competitiva en la que o se gana o se pierde.
La vida es colaboración, simbiosis. Que la teoría (neo)darwiniana continúe insistiendo en que estamos inmersos en una batalla feroz contra la naturaleza, no es problema de la vida ni de la naturaleza, es problema nuestro, de quedarnos con una mirada parcial y con creencias obsoletas.
La biología y la medicina clásicas se resisten a comprenderlo, porque cambiar de paradigma no gusta, porque exige reconstruir la razón. De este modo, se muestran incapaces a ver en profundidad lo que subyace tras las apariencias, que es mucho más que lo estrictamente fisicoquímico. Afortunadamente, cuántos científicos de una lucidez extraordinaria (Lipton, Sheldrake, Sandrín…), están sentando ya las bases de una biología que se permite ir más allá, que se deja llevar también por la intuición (arquetípicamente femenina, por supuesto), sin dejar, claro está, de buscar evidencias; una biología que sale del bloque de granito racional y explora sin prejuicios. Eso es la verdadera curiosidad científica que hace progresar. La que ya tenían científicos como Claude Bernard o Antoine Bechamp, hace más de 150 años.
Y el sistema inmunitario, por su extraordinaria complejidad e interacción constante con el entorno, exige precisamente esa mirada abierta, esa que comprende hasta qué punto fluimos con la vida cuando cooperamos con ella. Si no, nos acabamos creyendo que todo es tan simple como que los virus y bacterias (los malos, pero que viven a miles millones en nuestro interior) están permanentemente al acecho para encontrar cualquier fisura y atacarnos.
Un sistema inmunológico frágil nos hace vulnerables, claro, pero no al entorno, sino a nosotros mismos, a nuestra fragilidad a la hora de adaptarnos a determinadas realidades que nos vemos obligad@s a vivir y que quizás, simplemente, no nos hacen felices porque no están en sintonía con nuestra alma. El virus o la bacteria es sólo un instrumento de la vida para decirnos algo sobre ello.
Por cierto, nada hace mejorar tanto la inmunidad como un buen abrazo y el contacto físico, y nada lo empeora tanto como el miedo y el alejamiento de l@s otr@s al que nos están obligando por un supuesto bien común (sobre el que habría mucho que hablar también desde esa biología integradora).