Sobre el miedo

El miedo es inevitable e imprevisible. Es una emoción que sale de lo más profundo. No sentir miedo alguna vez es imposible. Ante la perspectiva de morir, de pasar hambre, de la incertidumbre frente al futuro (los planes, hay que advertir, nunca funcionan exactamente en la realidad como en la mente), el miedo surge en el vientre como una chispa que incendia el cuerpo entero.

El miedo nos puede volver irracionales, y la facilidad con la que se expande contamina a la velocidad de la luz a todo aquel que se pone a su alcance. Como ahora al hablar de un virus. Los virus, como las bacterias, son invisibles al ojo humano. A duras penas, en algunos casos, se pueden ver con un microscopio potente. Eso los hace todavía más temibles. Para el miedo, además, no existe microscopio alguno bajo el que observarlo, y aunque eso fuera posible toma las más diversas formas para confundirnos.

El miedo, cuando nos falta conocimiento (que va más allá de la simple información) se magnifica todavía más. Nuestro cuerpo está formado por más de 35 billones de células (un 35 seguido de 12 ceros!!!), tenemos casi el doble de bacterias y un número parecido de virus, además de hongos y otras formas orgánicas. Sin ellas no podríamos vivir. Así de simple.

Pero lo mejor es que todas estas formas cooperan y viven en equilibrio para mantener con vida al conjunto, ayudándonos a realizar infinitas reacciones y procesos vitales; sin ir más lejos, la digestión. La vida no es competencia (eso es un invento de la economía liberal), es colaboración, y sólo desde esta colaboración y conocimiento de cómo opera (desde el simple virus hasta el conjunto del planeta) podemos disfrutarla como el milagro que es, no como una pesadilla.

El miedo deprime el sistema inmunitario. Lo lleva a un estadio donde mantener ese equilibrio se vuelve complicado, porque en el cuerpo se suceden toda una serie de reacciones bioquímicas y fisiológicas en cadena cuyo objetivo es compensar el desequilibrio que se genera y que puede llevar a la enfermedad. No hay que abandonar la prudencia, claro, pero sin aislarnos del mundo, simplemente porque es imposible conseguirlo, por suerte. El antivírico más eficaz, además, es la luz del Sol, el mejor antídoto para la oscuridad del miedo.

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